
¿Por qué nos gusta tanto Una familia de Tokio? Los críticos de cine se ofrecen para iluminar con sus conocimientos una senda, a mi juicio, equivocada: ¿cuántos de los que hemos visto ahora el filme habíamos oído hablar de Yasujiro Ozu y de sus "Cuentos de Tokio", una película japonesa del año 1953 en la que se inspira ésta del octogenario cineasta Yoji Yamada para hacer su remake? ¿Qué rastro podría guardar en la memoria cinematográfica de los espectadores españoles un filme rodado en aquel lejano país el mismo año en que Luis García Berlanga convertía el tranquilo pueblo serrano de San Agustín de Guadalix (Madrid) en escenario de su loada Bienvenido Mr. Marshall? Está claro: ninguno. Y, sin embargo, nos encanta la cinta de Yoji Yamada que ganó hace un par de meses la Espiga de Oro a la mejor película en la 58º edición de la Seminci de Valladolid. ¿Por qué entonces?
El argumento de Una familia de Tokio es universal (y demoledor): el viaje a la capital de un anciano matrimonio que vive en provincias (en una isla cercana a Hiroshima). La película retrata así el encuentro de dos universos: el de los abuelos con sus tres hijos emigrados y las familias de estos. Un choque de maneras de ser. Pone sobre el tapete las servidumbres de la existencia cotidiana de los habitantes de las grandes ciudades: las prisas y las distancias, la superficialidad de las relaciones, el individualismo a ultranza y el yoísmo como dogma de vida. Aborda la distancia sideral en los modos de relacionarse con el mundo circundante entre los abuelos y los nietos. Pero no se trata únicamente de desvelar (una vez más) el abismo entre lo rural y lo urbano en una sociedad tan tradicional como la de Japón: la película de Yoji Yamada es un espejo en el que todos acabamos por mirarnos. ¿Cómo hemos podido cambiar tanto en el discurrir de un par de generaciones?

Uno siempre se enfrenta al misterio de la cultura japonesa con curiosidad. Desde las novelas de Natsume Soseki o Murakami a las andanzas y desventuras quijotescas del manga más popular televisado en horario infantil: las de Nobita Nobi y su compañero, el gato cósmico Doraemon. Quizá la fascinación venga, como todo, de la infancia, cuando mi padre nos traía de sus largos viajes de trabajo a EE.UU. pequeños regalos que siempre llevaban la firma "Made in Japan" en sus prospectos y etiquetas. Japón fue engordando así en mi imaginario una reputación de misterio y eficiencia que la lejanía geográfica se encargó de mantener viva con el paso de los años. Miramos lo que ocurre dentro de la pantalla con la familiaridad con que lo haríamos sentados en el salón-comedor de nuestras casas con pasillos y oscuros patios inferiores: nos reconocemos en los personajes del filme de Yoji Yamada, en sus pulcras miserias y en su egoísmo. Vemos en los abuelos de Una familia de Tokio a nuestros abuelos. Incluso recordamos el pueblo que no tenemos porque todo fluye con naturalidad en la memoria: objetos, imágenes, gestos, luces y sombras, olores y estremecimientos.



(Las fotos subidas al blog son fotogramas de la película "Una familia de Tokio, de Yoji Yamada, distribuida en España por A Contracorriente Films)