Opinión

Elogio de la clase turista / Por Pepo Paz

¿Es España un país de castas? ¿Están justificados ciertos privilegios rozando España los seis millones de desempleados, con decenas de miles de familias viviendo en el umbral de la pobreza, con la institucionalización del saqueo al contribuyente y los índices de desahucios al alza?

Viajo para soñar. Para otear el paisaje desde las ventanillas del tren, el avión o el autobús. Para conocer personas o reencontrarme con viejos amigos. Para descubrir nuevas ciudades y pueblos. Para regresar a las que amo. A lo que añoro. Viajo, cuando puedo, para descansar junto a la familia. Viajo por placer y, sobre todo, por trabajo. Pero tengo la aparente desgracia de no ser eurodiputado o juez. Tampoco presido ningún gobierno o consejo general. No poseo jet privado ni CEOE. Soy un españolito de a pie.

 

Viajo como lo hace la mayoría de los mortales: de la manera más barata posible, componiendo las combinaciones de horarios y precios que se ajusten mejor a mi exhausto bolsillo. Viajo, por tanto, a deshoras. En trenes nocturnos y líneas de autobuses que surcan la madrugada atravesando pueblos dormidos. O tomando aviones que convocan a sus pasajeros horas antes del amanecer en mastodónticos aeropuertos donde hasta las tiendas de lujo están cerradas a cal y canto. Me levanto temprano para dejar mi coche lejos de los aparcamientos con tarifas imposibles de las estaciones de Alta Velocidad o los aeropuertos. Espero con los párpados caídos a que llegue el primer metro del día, ese que parece arrastrar conciencias noctámbulas y andares cansados. Soy, insisto, un españolito de a pie en un país de castas.

 

 

Viajo para sorprenderme. Hace unas semanas me trasladé en tren hasta Granada para presentar el segundo volumen de la poesía completa de Javier Egea. Mi coche, el último del convoy, iba ocupado casi en su totalidad por un grupo de turistas asiáticos. Ruidosos, inquietos, no paraban de moverse por el vagón, de hablar a gritos entre ellos y, al rato de iniciar el tren la marcha, en los asientos que estaban justo delante del mío organizaron una auténtica timba. Una partida de cartas que hacía correr los billetes de un lado a otro del improvisado tapete (sobre una maleta). Luego, curioseando entre sus equipajes descubrí que provenían de Hanoi. Vietnamitas. Y yo me imaginé, por un momento, a bordo de un traqueteante vagón por algún lugar del Lejano Oriente, escuchando voces que hablaban en una lengua extraña y rodeado por gentes desconocidas y zapatos sin dueño desperdigados por el coche.

 

 

Son las particularidades de viajar siempre en clase turista, rodeado de gente común y corriente, de estudiantes que comen con avidez un bocadillo envuelto en papel de plata y de viajeros que te joroban el trayecto con el run-run de sus dispositivos para escuchar música o de la compañera de asiento que se tira dos horas contandole a una amiga, por el móvil, sus mil y una desgracias.

 

Vivimos en un país asediado por las desigualdades, con cerca de seis millones de desempleados, con personas que se lanzan a la muerte desde los balcones de sus viviendas antes que ceder a un desahucio; vivimos instalados en un inaudito y premeditado saqueo al ciudadano y al renqueante Estado del Bienestar y no es de recibo que, entre tantas estrecheces, los eurodiputados insistan en viajar en clase preferente a cuenta del presupuesto público o que el presidente del CGPJ se lamente por cierta pérdida de imagen al tener que desplazarse en clase turista. La única imagen que vale en estos tiempos es la que están dando los ciudadanos en sus casas y en las calles: sobreviviendo.

 

 

Los magistrados (y los diputados) no pierden imagen desplazándose como el resto de los conciudadanos en clase turista. La empresa que les paga, el Estado, está en quiebra. Y los contribuyentes que sufragamos esos gastos no estamos dispuestos a seguir alimentando con nuestro sacrifio un país de castas. Lo podemos decir más alto, pero no más claro.

 

En turista se viaja bien, mal o regular. Pero se llega a destino igualmente, Sr. Moliner. Llevo catorce años viajando en mucho peores condiciones y no por ello desempeño mi trabajo mejor ni peor. Anímese y la próxima vez que viaje deje a un lado el prejuicio y disfrute del trayecto, apretando las piernas en los exiguos espacios que nos dejan las compañías aéreas low cost o pagando de su bolsillo el caro desayuno en las cafeterías de las líneas de alta velocidad. A lo mejor es una manera de tomarle el pulso al país lejos, eso sí, de las islas para privilegiados donde parecen vivir ustedes, los de la otra casta.