09 de septiembre de 2011
(02:00 h.)

Intento recordar cuáles fueron mis primeras lecturas viajeras y me viene a la cabeza alguna de las leyendas de Bécquer, que era un relato pero con el que viajé al monasterio de Veruela, a los paisajes, del Moncayo. Después leí al Unamuno de Por tierras de Portugal y de España, al Azorín de Castilla y, sin solución de continuidad, desemboqué en el Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela.
Recuerdo aquellos “viajes” con la imaginación en tardes de verano en mi casa familiar en un barrio periférico de Madrid. Con Unamuno, olía los los bosques de la sierra de la Peña de Francia, en Salamanca, o sentía el bochorno del sol implacable de algún pueblo de Castilla al mediodía o el fresco, oloroso a cuero y a madera, de alguna casa solariega con zaguán en sombra de algún capítulo del libro de Azorín, o el frío matinal en la estación de Atocha cuando Camilo José Cela se dirigía, al amanecer, al tren de madera que habría de llevarlo a Guadalajara, primera estación de su viaje inmortal.
Eran letras viajeras, invitaciones a conocer ciudades, cordilleras, caminos, aldeas, con el poderoso instrumento de la imaginación. Después vendrían muchos libros más.
Muchos viajes sin tomar el tren. A lugares que, con el paso del tiempo, pasarían de la imaginación a la realidad.