Opinión

En el Café Gijón de Francisco Umbral / Manuel Rico

Fachada del Café Gijón, detrás de la terraza
photo_camera Fachada del Café Gijón, detrás de la terraza
El Café Gijón de Madrid era, en los años sesenta del pasado siglo, la puerta por la que atravesar el umbral (nunca mejor dicho) que, a los jóvenes que llegaban de la provincia, podía llevarlos a la gloria literaria. Entre ellos estaba Francisco Umbral. Viajemos con él por "La noche que llegué al Café Gijón".

Hay un viaje literario que tiene algo de mágico: es el que nos cuenta Francisco Umbral en su libro La noche que llegué al Café Gijón. Para todo amante de la literatura, viajera o no viajera, el Café Gijón forma parte de una mitología imprescindible. Para el Francisco Umbral que llegaba de provincias, como se decía entonces, mucho más. Llegaba de Valladolid, como escritor naciente, para construir su “carrera literaria” en el Madrid de la mitad de los años sesenta. En el Paseo de Recoletos, en ese Madrid central para turistas y soñadores, vive hoy, en pleno siglo XXI, ese café al que viajó, para quedarse y enamorarse, Francisco Umbral

 

Así describe su primera vez: "la primera noche que entré en el Café Gijón puede que fuese una noche de  sábado. Había humo, tertulias, un nudo de gente en pie, entre la barra y las mesas, que no podía moverse en ninguna dirección, y algunas caras vagamente conocidas, famosas, populares, a las que en aquel momento no supe poner nombre. (…) Toda una vida (o eso me parecía) leyendo cosas sobre el Café Gijón, allá en provincias, y ahora estaba yo aquí, y además venía a leer unos cuentos al Ateneo (y con el secreto propósito de quedarme) o sea que era un viaje literario".


 

Al leer el libro recuperamos el sabor, los aromas, los colores y las quimeras de una época: aquella en que, bajo el franquismo, conspiraban o sobrevivían los escritores de la oposición. En la que los escritores y poetas del régimen, además de vivir y escribir protegidos por sus publicaciones y revistas, ayudaban (no todos, por supuesto)  como podían a los vencidos y opositores. Una época en la que se expandía la televisión, en la que la literatura social se abría paso entre la evocación de los barrios madrileños (García Hortelano), la periferia barcelonesa de Guinardó o el Carmel (Marsé), el mundo de la mina (López Salinas), los barrios de chabolas más allá del Manzanares (Ferres)  y los poemas combativos de Blas de Otero o Celaya. Una época en la que el Gijón era la centralidad, el lugar de encuentro. Tal y como relata Umbral, allí se daban cita tertulias diversas y entre el humo de puros, cachimbas y cigarrillos (entonces no había leyes antitabaco) compartían un mismo espacio intelectuales vencedores , intelectuales vencidos e intelectuales crecidos en la neutralidad. Y todos ellos conformaban el Madrid cultural de entonces.

 

 

Y ése es el viaje fundamental que el escritor vallisoletano nos regala. A través de su experiencia como escritor-periodista y viajero curioso recién llegado a un Madrid que le deslumbra, visitamos todos los estratos sociales en que la cultura de entonces se movía. El Café Gijón es la lente con la que Umbral mira hacia aquel mundo, con la que enfoca a determinados personajes y los recrea. Del Gijón nos lleva al Chicote de Miguel Mihura, Alfonso Sánchez o Tono, nos lleva hasta la calle de la Ballesta con sus meretrices semiocultas, nos muestra una Gran Vía entre el ensueño y la realidad: "Si la Castellana miraba a París, la Gran Vía miraba a Nueva York o a Chicago", visitamos el "baile-bolera" de la calle Arlabán, detrás del teatro Alcázar, o el Ateneo de Madrid, aquel lugar en el que, entonces, Pepe Hierro dirigía una tertulia entre lo legal y lo clandestino, por la que pasó Umbral pero por la que pasaron casi todos los grandes poetas que en Madrid serían: "El Ateneo de aquellos años era una cueva alta, suntuosa y polvorienta. Una gruta cultural con anchas escaleras, oscuros desnudos, viejos ujieres, letárgicas bibliotecas… (…) El perfil escueto y curtido de Pepe Hierro cruzaba todo aquello, siempre veloz e irónico, subiendo y bajando escaleras, como no queriéndose contaminar de algo, no se sabía bien de qué".


Y con Umbral nos sentamos (milagro de la literatura) en la tertulia de los poetas con Eladio Cabañero, Gerardo Diego, Leopoldo de Luis, Prado Nogueira o Manuel Álvarez Ortega, o con la de los pintores de entonces, desde Alcaín hasta Viola, o con la de las actrices, en la que brilla la mezcla de creatividad y belleza de Emma Cohen,  con la de los dramturgos, presidida por Buero Vallejo ("odiador" oficial de Camilo José Cela, según nos cuenta Umbral), o con la de los cuentistas como Ignacio Aldecoa, García Pavón, Meliano Peraile, Julián Ayesta  y vivimos momentos especialmente emocionantes, entrañables, de un tiempo desaparecido. 

 

 

Por ejemplo, el epílogo de las tertulias del  Ateneo: "A la salida nos íbamos en grupo, con Pepe Hierro, por las tabernas de la Plaza Mayor, y en uno de los sótanos de cal y vino conocí a más famosos, entre ellos Gabriel Celaya y Amparo Gastón"; o  una descripción del cuentista Meliano Peraile: "venido de barrios cada vez más lejanos, había pertenecido al grupo de Aldecoa y hacía unos cuentos muy cuidados, muy lentos, como empedrados de greguerías, casi siempre de ambientación popular,  y yo solía verle en Teide, adonde iba a trabajar más tranquilo sus relatos"; o, en fin, nos acercamos este rincón de aquel Madrid: "Calle del General Oráa. Barrio de Salamanca. Atrás quedaban las pensiones de la Madera, la residencias pretenciosas y miserables de Argüelles, los atardeceres de Ventas, con jugadores de la rana, gitanos y hogueras, el río Manzanares, con su mareo de olor y de verbena.". Y al fondo, como faro o como olla de cocción de la gloria literaria, el Café Gijón.