Opinión

Donde termina la alta Alcarria, empieza el pino...

Mimbres en Priego
photo_camera Mimbres en Priego

"Ahí, donde termina
la alta Alcarria, empieza el pino, hacen cuesta
las viñas, nacen sin esperanza
los centenos; ahí,
donde se oye sobre la piel el canto
de los grajos, está mi pueblo.
Lugar donde la noche se hace
desfiladero, sombra,
cañada..."


 
La pequeña ciudad se ve a los pocos kilómetros de abandonar Villaconejos de Trabaque en dirección a Priego, en la carretera provincial que llega de Guadalajara. Allí respira una palabra afilada, bruja, que ha convertido el aire, los cañones de los ríos (la Hoz de Beteta, el Estrecho de Priego) o la plaza del pueblo en raras bóvedas de templos góticos. El poeta, cuyo nombre es Diego Jesús Jiménez duerme en el cementerio asomado a las cumbres que rodean Priego, pero su palabra está en sus libros: con ella viajamos a la orilla del Escabas, nos miramos en el espejo de sus aguas como se miran los juncos y los mimbrales, o la propia infancia del poeta, nos adentramos en los bosques donde todavía respira una naturaleza no vulnerada, avanzamos hasta Fuertescusa en busca del balneario de Solán de Cabras (un reducto del reposo y de la ensoñación en medio de pinos y roquedas), el agua nos sabe a alfarería --ahora entiendo, tanto tiempo después, por qué Jiménez tituló la colección de poesía que dirigió en los años 70 con el nombre de Alfar--, a arcilla todavía húmeda, a barro sin cocer, a paja y a granero. Ahí está, en los poemas de La ciudad, de Coro de ánimas, de Fiesta en la oscuridad, esa sierra casi virgen  que tan poco se conoce.     

Pocas veces un poema nos invita a viajar como lo hace en la escritura de Diego Jesús Jiménez. Digo más: nos lleva de viaje casi en volandas por espacios que ni imaginábamos. Recuerdo cómo, hace mucho tiempo, llegué a esos parajes después de haber leído "Fiestas en Priego", o "En el silencio", o "Fabulación" y los viví con aún mayor intensidad que si nunca hubiera tenido entre mis manos uno de sus libros. La Fuente de los Tilos, el casco urbano de Cañamares, muy cerca de los pinares que protegen el río Escabas, Cañizares, el pueblo de Beteta, son escenarios tocados por la poesía de Jiménez de los que, tras haberlos recorrido, uno no puede apartarse durante mucho tiempo. "Casi se han convertido en templos / las azadas, / en puras herramientas del corazón". En las vegas, en las orillas veraniegas frecuentadas por le libélula y el abejorro, en los pinares que huelen a tomillo, a hongos, a rosas silvestres, en los bosques inexcrutables que cubren las laderas ("En la oscura paciencia de los bosques", otro poema de Jiménez), por encima de los precipicios de roca que presiden la carreteras que horadan la serranía y que conducen a Albarracín y sobrevuelan los buitres, está el lenguaje del poeta.

Pero están también las piedras, aún no devastadas y a la espera de restauración, que conforman las ruinas del Convento del Rosal, en las afueras de Priego, donde, cuando anochece, despiertan los fantasmas, los viejos monjes, los santos a los que el poeta da vida en un magnífico texto, "Ante las ruinas del Convento del Rosal", el poema del libro Bajorrelieve con el que quedamos invitados a acudir a esa serranía tan próxima y desconocida, tan apegada a la palabra poética.

En todo caso, concluyo abriéndoos la puerta a un viaje al universo evocador del río Escabas en el poema que lleva su nombre:


"Tiene la vieja luz de los nogales,
el resplandor descalzo de los suelos sagrados
donde oscuros aromas de maderas mojadas
habitan su penumbra. Entre el olor amargo
de los mimbres aún verdes y la lluvia, teje la claridad áspera
de la higuera su perfume dormido."